Mientras los políticos se tiran los trastos para saber quién lo ha hecho mal, lo que no se hizo, lo que se hizo, en la respuesta hay algo que nadie señala: en el caso de que la alerta hubiese llegado a tiempo, muy temprano y que, incluso, todas las personas la hubiesen creído, los pueblos afectados no tendrían víctimas, pero seguirían destrozados, sin luz, sin agua, sin comida, sin hogar y, muchos de ellos, sin trabajo.
Porque las consecuencias materiales y sociales serían las
mismas y va otro por qué: porque hemos hecho algo mal y esas actuaciones no son
de hoy, ni de ayer; vienen de nuestro desarrollo, de nuestra forma de vida.
Lo más fácil, el comodín del público o, más bien, de los Gobiernos, de cualquier color, será culpar al cambio climático ¡Qué bien! Viene de perlas. Aunque el cambio climático existe, la realidad es que las consecuencias más crueles proceden por no comprender que al agua no se le puede parar. Lo saben las Confederaciones, donde siempre se habla de lo torrenciales y rápidas que son las crecidas en las cuencas del Júcar y Segura, lo saben los expertos, pero no limitan lo que puede ocurrir.
Hay que replantearnos nuestra forma de desarrollo, nuestra
manera de despreciar la naturaleza y replantearnos también a quién elegimos
como políticos, porque los actuales, sea cual sea su color, elegidos entre
ellos y entre sus amigos, no nos valen. Tampoco lo expertos porque hay que barajar demasiadas variables, entre ellas la complejidad de la Administración.
Lo mejor de todo es que ante los desastres sale lo humano,
la solidaridad, la empatía que como sociedad económica individualista,
estresada, hemos olvidados. Esa sociedad que vive su vida entre cuatro paredes
sin mirar a los demás. Esa sociedad que han creado los políticos y los
economistas. Esa sociedad vuelve a su primigenia, ésa que, en tiempos remotos, nos
hizo colaborar para avanzar, para cuidar el fuego, resurge cuando a los
políticos no se les encuentra. Nos hemos olvidado de nuestro semejantes, de los iguales, de esas hormigas que cada día van arrastradas al trabajo. Eso nos tiene que servir para cambiar y, cuando queramos mirar a la naturaleza, preguntarle y actuar según ella nos indique,
no sobre lo que la economía y la ambición nos diga. Porque ella, un día, puede
entrar en tu mansión o en tu palacio y bajarte del pedestal.
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