Decía Sampedro que “sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no sirve de nada”. Eso ocurre cuando a la libertad no la dotamos de contenido. Como dijo Hipatia de Alejandría hay que defender la libertad de pensar, porque es mejor que no pensar.
Ahí radica la importancia de este momento. El pensamiento es algo más que meras consignas e insultos. El pensamiento requiere reflexión, establecer argumentos, estudiar las versiones, vincular los hechos a una realidad, no futura, ni deseada, sino la que nos rodea y luego, señalar problemas, imperfecciones, fallos del sistema y, sobre todo, proponer soluciones.
Pero eso ha dejado de ser prioritario. Ahora, la cuestión es
decir no lo que pienso, sino lo que me da la gana que es distinto. La línea
puede parecer tenue, pero es el abismo que existe entre las tripas y el
cerebro. Es lo que muchos temieron en el hombre-masa, la vulgaridad de la
cultura, de las ideas, del pensamiento. La democratización de nuestra sociedad
ha sido mal entendida y ha invadido cualquier parcela; ha llegado a un extremo
que todo es expresión, arte, cultura, pensamiento. Por ejemplo, alguien se ha
empeñado en decir que ciertos valores como la belleza es una imposición, cuando
son expresiones de la humanidad en su desarrollo. Yo no puedo valorar un
composición musical porque no entiendo de música, sólo puedo decir me gusta o
no; ahora bien, puedo expresar una humilde opinión sobre una letra o un
escrito.
En realidad, aquellos que hablan de imposición pretenden la
imposición de la vulgaridad, la necedad, obviando todo lo positivo, que lo hay,
pero eso iría en su contra.
Ahora bien, también hay que entender a los jóvenes. Están
hartos porque es la edad de ello. En su hartazgo pueden dejarse llevar por
personas a las que no les importa decir lo que les da la gana con la intención
de ganar popularidad y sentirse referentes mediante el victimismo. Los jóvenes
necesitan referentes que la sociedad hoy no les ofrece. La sociedad les apremia
a estudiar, a graduarse en algo con una salida laboral para entrar en el
mercado laboral y empezar a trabajar y ser lo que tienen que ser: trabajadores
que aporten su parte al Estado de Bienestar, que compren coches y casas y
bienes de consumo para el mantenimiento de la cadena. Es lo que todos hemos
pensado e, incluso, hemos querido cambiar.
Pero eso, hoy, con una educación tan especializada, es un
gran caldo de cultivo para una rebelión sin perspectiva, sin objetivos, sin los
pies en la tierra. No se puede derribar tu casa, sin tener alternativa. La
rebelión debe ser paciente e inteligente, como sugirió Ortega, aprendiendo del
pasado, de la historia que nos ha dejado revoluciones que no han servido de
nada y que han caído en las mismas contradicciones y en los mismos errores. En
lugar de ello, algunos se empeñan en señalar que quienes protagonizaron esa
historia lo hicieron mal, pensando que
ellos lo harán mejor; sin pensar que lo mismo pensaron los que les
antecedieron. Y así seguimos, sin aprender del pasado y tropezando en la misma
piedra egocentrista.