domingo, 1 de mayo de 2016

RECUERDOS DE UNA MADRE


Reconozco que siempre he tenido mayor complicidad con mi padre, porque nos parecíamos mucho. Me costó muchísimo asumir su muerte, porque se fue de repente, sin avisar. Sin embargo, el tiempo y las puñeteras circunstancias a las que nos enfrenta la vida te hacen ver las cosas de otro modo. Existen despedidas mucho más largas y dolorosas.

Como la de mi madre. Está aquí, pero no es la misma; de vez en cuando vislumbras en su interior a la mujer que fue y que hoy admiro. Esa joven que en la postguerra de la segunda guerra mundial, ante una situación familiar compleja y complicada, se marchó con pocos años a trabajar de un lado a otro, sola. Ahorraba dinero para enviárselo a su madre y que mantuviese a sus hermanas más pequeñas, dejando otro poquito de dinero para enviar a su hermano, que pasó una temporada en la guerra de Argelia. Previamente, había visto cómo otro hermano partía a la guerra de Indochina; a él no pudo ayudarlo pues era todavía muy joven.

Tampoco tuvo reparos, en aquel mundo convulso, en recorrer 1.000 kilómetros y venir desde Francia, muy jovencita, ni siquiera debía tener 18 años, hasta España, hasta un pueblo de Navarra, Cabanillas. Llevaba la corriente contraria, mientras unos se marchaban, ella venía a España.

La vida no le fue nunca fácil y le ha pasado factura. Todavía recuerda muchas cosas, pero ya no es aquella mujer valiente, divertida, con ocurrencias fuera de lugar y generosa. No sé en qué lugar del cerebro se habrá quedado todo ello, en algún escondite, pero se vislumbra una parte, porque, cuando voy a verla, sigue pensando en mí y en las cosas que debo tener que hacer y me despacha.

Sí; era divertida, lo debe ser, pero su sonrisa perfecta hace tiempo que no se regleja en su rostro. Todavía recuerdo el día en el que tres generaciones de mujeres nos encontramos en la puerta de la casa familiar volviendo de una tarde de fiestas por el pueblo, rompiendo normas y moldes. Venían literalmente de juerga. Allí estaba mi abuela, que se llamaba Josephine Leotine Desirée, las tres amantes de Napoleón, (Vaya cómo se las gastaban mis bisabuelos), tendría más de 70 años, y mi madre; ambas riéndose y diciéndole a una joven de 18 años que ya les tocaba a ellas salir de fiesta y divertirse con el alcohol recorriendo sus venas. Políticamente incorrectas. Debe ser genético.

Ha sido siempre muy atrevida. De hecho siempre recuerdo, con simpatía, una situación que me preocupaba enormemente. Cuando no quería comer las lentejas y tenía que ir al cole, mi madre me decía que si no me las comía llevaría el plato al cole cuando estuviese en clase. Yo me pasaba la tarde mirando por la ventana, encogido el estómago, porque la creía totalmente capaz de hacerlo.

También era algo cabezota. Viajábamos a Francia todos los veranos, en un 127 cargado de personas y enseres, para recorrer, en cerca de 24 horas, una distancia de 1200 kilómetros. En una ocasión, llegando a Bordeaux, se empeñó en tomar una dirección. Dimos tres vueltas por el mismo camino porque se empecinaba siempre en el mismo.

Cuando llegaron sus nietos se desvivió por ellos. Todavía su nieto mayor tiene presente la comida de contrabando que le traía la abuela, macarrones y carne, cuando en casa había verdura. Y con la pequeña Erica; tuvo tiempo de disfrutarla dos años con toda su energía. La llevaba a la guardería, orgullosa, por fin, de tener una nieta.

En realidad, hoy, cuando más lejos está de ser la que fue, es cuando más aprecio a mi madre, cuando me doy cuenta de todo lo que pasó, de todo lo que sufrió y de cómo se enfrentó al mundo que le tocó vivir.

Por eso, muchas veces, creo que no dejo de dar a mi cerebro, de machacarlo, de trabajar con él, para no dejar que se duerma. Otras, pienso, que llegado el momento en que empiece a sentir que mis neuronas empiezan a funcionar indebidamente, cogeré el coche y me estamparé contra un muro para no tener que vivir sin vivir. Quizás luego cambie de parecer. Porque es increíble cómo un cuerpo se agarra a la vida. Lamentablemente, me tocó también vivir ese deterioro mental con un tío mío soltero del que me hice cargo hasta el final. Tres años encamado, sin sentir. Bueno, sentir sí. Porque cada vez que le hablaba percibía su sufrimiento. Eso te hace pensar, pensar mucho en la calidad de vida y en las Residencias, donde mucha gente es cuidada, pero vivir, vivir. No sé.

No sé por qué me ha dado por escribir esto. Quizás lo necesitaba, quizás fuese necesario. Quizás las encrucijadas donde te lleva la vida te hace ver y conocer más a fondo lo que es una madre, lo que supone el inexorable paso del tiempo. Todo lo que puedes hacer y no haces. Cómo se desmorona tu entorno, lo que fue, durante un tiempo, tu regazo; y lo hace poco a poco, y sólo van quedando recuerdos.

Felicidades por tu vida, mamá.

 

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