El secuestro de las emociones es lo que ha tenido sometidas
a las mujeres durante siglos. La mujer ha visto cómo sus emociones han sido rechazadas
y secuestradas al arbitrio del otro. Lo que sentían, lo que deseaban, lo que les
hacía feliz, la manzana que querían comer, todo ello estaba envenenado. Por eso
han sido juzgadas, valoradas y secuestradas hasta que la mujer no ha sabido
quién era, qué quería, qué deseaba o qué sentía.

Asumió las emociones que no eran de ella como
propias. Y es desde hace muy pocos años cuando comienza a descubrirse, a
reclamar sus emociones, a reclamar su cuerpo y su mente. Las mujeres estamos
intentando recobrar
nuestras emociones;
quizás andemos, a veces, algo perdidas. Los hombres acusan a las mujeres de
excederse buscando no la igualdad, sino la prioridad. Sin embargo, lo que
ocurre es que a ellos también les arrebataron ciertas emociones, no tantas, no
es comparable; pero muchos todavía no se han dado cuenta que tienen que
recuperarlas. Les robaron el llanto para que fuesen hombres, por ejemplo. El
problema de la mujer es el problema del hombre porque no se ha dado cuenta de
que tiene que recuperarse.
Ambos sexos, individualmente, han acabado secuestrados por
un imaginario colectivo. Así es normal ver a los hombres sentados en un bar,
solos; pero una mujer no. Y eso por qué. No hay razones, hay un imaginario
colectivo. Cosas simples, sencillas, se vuelven complicadas para la mujer
porque está condicionada por ese imaginario, por prejuicios, por convencionalismos.
Y es hora de que la mujer rompa su silencio, rompa sus cadenas. La revolución,
ante esos convencionalismos, la va a protagonizar la mujer, porque el hombre no
tiene grandes cadenas. Una revolución necesaria que puede llevarnos a una nueva
sociedad, más libre.
Y quizás hay quienes no tienen ganas de que eso ocurra. Por
eso, acaban matándolas.
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