Eran sólo ocho kilómetros, pero parecían contener
un mundo, el enorme regalo que llegaba cada año plagado de ilusión, de
expectativas. Corrían los años 70, quizás pudiera ser el 75 o antes. No
importa. Era un viaje, un largo viaje de 8 kilómetros que vivías como especial y único. Los nervios
te avasallaban cuando llegaba ese día y esperabas montar en ese pequeño coche
que te transportaría a la ilusión. Una vez dentro el motor se encendía y la
impaciencia te embargaba. El coche se dirigía a la carretera, despacio,
demasiado despacio para tu impaciencia. Mirabas a través de la ventanilla
observando cada recoveco del camino, cada
esquina, cada árbol, cada piedra, cada sendero dibujado entre los montes, como
esperando que algo hubiese cambiado, que alguien saliera a animarte, a decirte
hola en ese viaje. Era unos momentos tremendamente largos porque había algo en
el ambiente que animaba a una espera continua, a una impaciencia por lo que
podía llegar. Y ese día, cada año, se convertía en el comienzo de algo nuevo.
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La pequeñaja de los pasillos |
Eran sólo ocho kilómetros, pero parecían contener un mundo,
el enorme regalo que llegaba cada año plagado de ilusión, de expectativas.
Corrían los años 70, quizás pudiera ser el 75 o antes. No importa. Era un
viaje, un largo viaje de
Al final te acercabas a esa pequeña ciudad a 8 kilómetros de
distancia y veías las tenues luces dibujarse en el horizonte. “Ahí está”,
gritabas. Las calles iluminadas precariamente, pero para ti eran
impresionantes. Aparcabas. El entusiasmo crecía. Te cogías de la mano de tu
madre. Entrabas en el único y primer supermercado de la comarca. Allí, entre
enormes estanterías repletas de productos que no sabías ni que existían, tu
vista se perdía; no llegabas ni al segundo estante. Pero tú sabías lo que
querías, correr entre los pasillos buscando la Navidad, la ilusión de esas
cosas que no encontrabas en todo el año. Saltando entre las baldosas explorabas
eso que te susurraba el calor, la dulzura, el sabor que estabas esperando, y que,
al final, siempre te llevaba hacia el turrón de chocolate. Corrías hacia tu
madre con rostro iluminado “¿y qué más?” le decías, ¿qué más? Qué más daba. No
había mucho que comprar en aquellos momentos. Pero era el día de las compras
navideñas. Era un día, sólo un día, pero era único.