martes, 20 de diciembre de 2016

OCHO KILÓMETROS DE ILUSIÓN

Eran sólo ocho kilómetros, pero parecían contener un mundo, el enorme regalo que llegaba cada año plagado de ilusión, de expectativas. Corrían los años 70, quizás pudiera ser el 75 o antes. No importa. Era un viaje, un largo viaje de 8 kilómetros que vivías como especial y único. Los nervios te avasallaban cuando llegaba ese día y esperabas montar en ese pequeño coche que te transportaría a la ilusión. Una vez dentro el motor se encendía y la impaciencia te embargaba. El coche se dirigía a la carretera, despacio, demasiado despacio para tu impaciencia. Mirabas a través de la ventanilla  observando cada recoveco del camino, cada esquina, cada árbol, cada piedra, cada sendero dibujado entre los montes, como esperando que algo hubiese cambiado, que alguien saliera a animarte, a decirte hola en ese viaje. Era unos momentos tremendamente largos porque había algo en el ambiente que animaba a una espera continua, a una impaciencia por lo que podía llegar. Y ese día, cada año, se convertía en el comienzo de algo nuevo.
La pequeñaja de los pasillos
Eran sólo ocho kilómetros, pero parecían contener un mundo, el enorme regalo que llegaba cada año plagado de ilusión, de expectativas. Corrían los años 70, quizás pudiera ser el 75 o antes. No importa. Era un viaje, un largo viaje de

Al final te acercabas a esa pequeña ciudad a 8 kilómetros de distancia y veías las tenues luces dibujarse en el horizonte. “Ahí está”, gritabas. Las calles iluminadas precariamente, pero para ti eran impresionantes. Aparcabas. El entusiasmo crecía. Te cogías de la mano de tu madre. Entrabas en el único y primer supermercado de la comarca. Allí, entre enormes estanterías repletas de productos que no sabías ni que existían, tu vista se perdía; no llegabas ni al segundo estante. Pero tú sabías lo que querías, correr entre los pasillos buscando la Navidad, la ilusión de esas cosas que no encontrabas en todo el año. Saltando entre las baldosas explorabas eso que te susurraba el calor, la dulzura, el sabor que estabas esperando, y que, al final, siempre te llevaba hacia el turrón de chocolate. Corrías hacia tu madre con rostro iluminado “¿y qué más?” le decías, ¿qué más? Qué más daba. No había mucho que comprar en aquellos momentos. Pero era el día de las compras navideñas. Era un día, sólo un día, pero era único.