Hoy les quiero hablar de lo que supone tener que tomar
decisiones. Decisiones de esas que llegan en una, dos o tres encrucijadas de la
vida, según la suerte que tengas. A mí me llega la tercera o la cuarta, según
se mire. Encrucijadas en las que todo lo que fue tu pasado, tu vida, tu niñez,
tu juventud lo tienes que derribar de un plumazo, dejar de lado cualquier apego
a aquellas sensaciones, a aquel calor acogedor, a aquella caricia del pasado, a
aquella seguridad de un entorno, para entrar en la vorágine administrativa y
práctica de la resolución de problemas, pura y dura.
Ahí ya no caben amores, sentimientos pasados, ni presentes.
Te quedas sola entre el dolor de ver tu vida reducida a instancia y el dolor
sentimental de ver cómo eres el único mástil que queda en pie y que, además, no
sólo debe mantenerse en pie, sino dirigir las vidas de quienes ya no son
capaces.
Como arma sólo tienes tu fuerza y tu determinación. Nada
más. A derecha o izquierda sólo tienes
vacío, ni un bastón. Al contrario. Corren vientos que intentan derribarte una y
otra vez, incluso de quienes consideraste una vez cercanos. Pero no hay forma
de salirse del barco. Quisieras decir
como Jesús en la cruz, deja pasar de mí este cáliz. Pero no es posible. Esto es
mucho más real. Y te preguntas ¿por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? No sirve
de nada preguntarse, no sirve de nada lamentarse, no sirve de nada lamerse las
heridas, esperando una esperanza inútil. No sirve más que la fría
autodeterminación que te piden las instancias. Si ya no puedes, apártate y
olvida. Olvida tus sentimientos, olvida tu pasado, olvida tu vida. Olvida.
Y te sientes como si te vencieran, como si ese mástil
hubiese caído, como si hubiese abandonado. Pero es mentira. El mástil sigue
vivo, pero incapaz de actuar en un entorno que no son aguas que surcar, sino
piedras contra las que arremeter, dejando en su casco gruesas aperturas,
heridas profundas que intentará rellenar a base de futuro; de un futuro que
inculcar.